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closeLa sociedad consciente
05 de abril de 2021
En medio de la incertidumbre permanente, las marcas deben ocupar el lugar que los ciudadanos les reclaman como agentes activos en la co-construcción de una sociedad más justa, humana y sostenible.
Hace unos días, en un artículo publicado en el diario El País, la filósofa Adela Cortina recordaba que, incapaz de explicar por qué los seres humanos éramos altruistas, Charles Darwin retrasó la publicación de El origen del hombre. ¿Por qué, si en el resto de especies se impone la competición biológica, nosotros decidimos colaborar con nuestros semejantes? ¿Y por qué es precisamente esa cooperación lo que tan buenos resultados nos ha dado a lo largo de millones de años? No hace falta echar la vista muy atrás en el tiempo para comprobar que ayudarnos funciona: basta con retrotraernos a marzo del año pasado para saber que somos seres interdependientes y que Terencio tenía razón con aquello de que nada humano nos es ajeno.
El coronavirus ha demostrado que, en un mundo glocal, el eco de un susurro en una aldea de China puede escucharse en los valles de León. Y, de la misma forma, sabemos que el más mínimo gesto que hagamos hoy tendrá su reflejo en el incierto mañana. A inicios del mes de marzo publicamos el informe Impacto COVID-19 y consumo consciente –impulsado desde 21gramos y Marcas con Valores en colaboración con la Asociación Española de Directivos de Responsabilidad Social (Dirse) y B Lab Spain–, en el que se resumen las tendencias y la evolución del consumo responsable y sostenible durante el último año. El estudio, además de culminar una profunda investigación social iniciada en 2015, permite entender cómo la pandemia está afectando a nuestro estado de ánimo como consumidores y también como ciudadanos, pero sobre todo como personas a la hora de relacionarnos con las marcas.
Una de las principales conclusiones que pueden extraerse es que, con la hecatombe pandémica, la sociedad mayoritariamente ha tomado consciencia de la magnitud de los retos a los que se enfrenta y, por suerte, también de su poder para cambiar y afrontarlos. Nos movemos en un entorno sistémico donde todo está interconectado, la salud del planeta y la salud de las personas, lo humano y lo digital, el bienestar individual y el colectivo, poniendo en evidencia nuestro irrevocable –y deseable– destino compartido.
Entre todas las cuestiones que la pandemia ha recolocado, una ha sido nuestra escala de valores y, ante esta nueva era, la sostenibilidad se ha posicionado en un lugar prioritario. A pesar del difícil contexto actual, el 84 % de la ciudadanía admira a las personas que consumen con conciencia. Como consumidores, frente a la cultura hiperconsumista del comprar-usar-tirar, legado quizás de décadas anteriores, hoy ya podemos decir que no nos representa: solo cuatro de cada diez ciudadanos manifiestan que comprar les produce felicidad, dos puntos menos que hace apenas un año. Esa caída pone de relieve que estamos dispuestos y queremos cambiar porque sabemos que todo lo que consumimos de más conlleva un daño irreparable para el planeta, y que con cada una de nuestras decisiones estamos dibujando tanto lo que somos como lo que queremos ser.
A pesar de que la fuerza de esa consumocracia ha quedado patente entre unos ciudadanos que, conscientes de su responsabilidad, anhelan poder comprar productos más sostenibles y éticos –8 de cada 10 personas declaran que la coherencia o la transparencia son aspectos muy valorados a la hora de elegir qué se llevan a casa–, las compañías no han sabido conectar con ellos a través de los valores compartidos durante la pandemia. Las cifras así lo reflejan: solo un 8% de los encuestados cree las iniciativas sociales o medioambientales de las marcas, un 20% desconfía directamente de ellas, el 65% no cree la publicidad que ve de las marcas y el 57% no confía en la información que estas dan de sí mismas.
Hoy más que nunca los consumidores quieren hechos y no palabras, quieren ver qué hay detrás del propósito que de manera exagerada o incluso forzada impregna la comunicación corporativa en todas sus versiones y despliegue posibles. Lo cierto es que la pandemia ha puesto a prueba la trazabilidad del relato de las marcas y hace más fuerte que nunca la necesidad de ser y hacer antes que parecer.
Al igual que valoramos a aquellas personas que reconocen sus errores, la honestidad de una marca pasa también por comunicar las imperfecciones y dilemas que, en algo tan complejo como el camino hacia la sostenibilidad, también suceden. Los consumidores-ciudadanos se reconocen como imperfectos ante los dilemas que suponen asumir sacrificios o renuncias por un cambio de hábito que se sabe más saludable para cada uno y también para todos; pero la sostenibilidad es un viaje, un camino de aprendizaje y desaprendizaje, de prueba y error, y las marcas deben ser valientes y entablar las relaciones con mayor naturalidad.
Las ansias por comunicar éxitos y logros, muchas veces incrementados con narrativas grandilocuentes cargadas de atributos emocionales, producen un efecto boomerang de distanciamiento con las propias audiencias, que son personas deseosas de establecer relaciones con las marcas basadas en la empatía de reconocerse mutuamente imperfectos pero comprometidos. ¿Por qué no comunicamos lo que nos esforzamos para cambiar las cosas, aunque todavía no lo hayamos logrado? ¿Por qué no reconocemos que nos falta mucho por hacer, pero que queremos involucrar a todos nuestros grupos de interés para hacerlo juntos?
Vivimos un momento crucial en el que hay quien dice que nos jugamos la supervivencia de nuestra especie en el planeta. En medio de la incertidumbre permanente, las marcas deben ocupar el lugar que los ciudadanos les reclaman como agentes activos en la co-construcción de una sociedad más justa, humana y sostenible. Esto supone participar en el progreso igualitario, pero también desplegar alianzas para proteger el mundo que todos habitamos, sin necesidad de posicionarse con ideologías políticas partidistas, pero abriendo y generando espacios de consenso y colaboración.
La legitimidad social de las marcas del siglo XXI, se sustenta en esa capacidad de escucha y co-participación, imprescindibles para la necesaria construcción –entre todos y para todos– de la nueva infraestructura social que piden los nuevos tiempos. Fomentar una cultura de la cooperación que nos permita reeducar nuestra mirada y vislumbrar la buena vida común, alejada del individualismo, es sin duda el reto evolutivo que, como especie interdependiente, no podemos permitirnos fallar.