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05 marzo, 2025

Pesimismo, optimismo y crecimiento

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ZINK

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El mundo presenta actualmente un panorama desolador: emergencia climática, polarización política, guerras entre países, incertidumbre económica, soledad pandémica, noticias faltas, colapso de los sistemas de pensiones, bajos salarios, crisis de la vivienda… Allá donde miremos, encontramos motivos para la preocupación, en una realidad claramente abonada para el pesimismo. 

De hecho, si algo caracteriza a las sociedades modernas, especialmente, en el mundo desarrollado, es una sensación creciente de derrotismo e impotencia. Estudio tras estudio, muestra ciudadanos sin ilusión, sin ganas de vivir, que no solo piensan que el mundo va mal si no que, además, en los próximos años irá todavía peor.  

Los jóvenes españoles, por ejemplo, están en cifras de desencanto hacia el futuro nunca vistas. Pero lo mismo pasa en Alemania, Francia, Italia o Reino Unido. Ciudadanos desolados que contemplan un mundo en descomposición. Algo que acertadamente bautizaba Robles hace poco como la “decadencia inevitable”. 

Precisamente, en este contexto, cuando más improbable parece, es cuando más necesitamos una mentalidad optimista, como individuos y como sociedad. Algo que parece imposible, hasta inconcebible, pero que se presenta como única vía para escapar del callejón sin salida en el que aparentemente estamos encerrados. Pero la realidad es que el optimismo es una seña de identidad de la innovación.  

Es verdad que, a veces, el pesimismo resulta práctico y provoca el cambio. Funciona como terapia de choque –así sucede en movimientos como el “colapsismo” o el “decrecionismo”–  y provoca movimientos de recuperación. Pero apenas resiste como estrategia de largo plazo: el pesimismo rara vez trae la felicidad, la estabilidad, o el disfrute. Cuestiones, además, para el pesimista suenan como utopías imposibles. Sueños de niños inconscientes, sin experiencia, que no saben leer la realidad o viven engañados.  

Pero, con todo el respeto que merecen esas visiones, la realidad es que, para empresas, instituciones, países y personas, el pesimismo es el enemigo y el optimismo el aliado. Porque sin optimismo no hay crecimiento, ni innovación, ni creatividad. Ni tampoco disfrute. El desarrollo pide un clima optimista que lo arrope y empuje. Por eso mismo, el pesimismo se convierte, en muchos casos, en uno de los principales factores de riesgo institucional.  

En este contexto, empresas e instituciones tienen mucho que decir, para conseguir generar el clima de trabajo necesario para el crecimiento y contribuir, de paso, a la mejora social. Una transición que, en algunos casos, no resulta nada fácil, y que se puede realizar guiado por un pocos principios. Te proponemos los nuestros:  

  1. No ataques al pesimismo de frente. Sobre todo, porque, en buena medida, los pesimistas tienen razón. No se han inventado nada. Lo que cuentan es real. Existe. Hay que tenerlo en cuenta. Por eso, escúchalos y no dejes de considerar sus razones.  

  1. Descubre lo bueno. Es verdad que las cosas van mal, pero no todas van siempre mal, ni todo es tan crítico, ni está tan dañado, ni es del todo irrecuperable. O, por lo menos, lo malo no es lo único que se descubre en el panorama. Identificarlo y destacarlo es el primer paso para la recuperación.  

  1. Habla de lo que va mal. No esquives los problemas. Identifícalos, soluciona lo que puedas y reconoce aquello que no puedes arreglar. Reconocer que el mundo no es perfecto es parte de la solución.  

  1. Celebra lo que va bien. Como una forma de reforzar lo positivo, presentar ejemplos relevantes y avanzar en el optimismo. No hacen falta grandes fiestas. La micro celebración suele ser una excelente alternativa, que otorga valor a los pequeños logros. 

  1. Práctica el optimismo realista. No seas voluntarista, ni “tóxicooptimista”, ni excesivamente entusiasta. No olvides que el optimismo es razonable, se basa en la realidad y se defiende solo; convive mal con la sobreventa.  

  1. Presenta un plan que, más allá de los problemas, plantee un sueño y ofrezca una salida: un motivo para la esperanza, algo en lo que creer, un objetivo que conseguir y por el que merece la pena luchar.  

  1. Construye tu narrativa. Explica por qué ser optimista tiene sentido, incluso en este mundo tan desquiciado: identifica sus beneficios, busca datos que lo refuercen, cuenta casos e historias.  

Se trata apenas de unas recomendaciones, que habrá que personalizar en cada caso, pero que pueden servir para iniciar el camino de recuperación hacia el realismo optimista.  

Porque el optimismo, bien entendido, aporta muchos beneficios, para la vida personal, institucional y social. De hecho, las sociedades prósperas comparten generalmente una especial ilusión por el futuro, asociada al talante optimista. Acompañada de un clima laboral positivo, una notable mentalidad de crecimiento, un cierto disfrute en el trabajo o una mayor capacidad de atracción de talento. Características, todas ellas, que no solo resultan valiosas sino contagiosas y hasta virales.  

Probablemente, el optimismo sea el único camino para conseguir la recuperación. De hecho, las empresas excelentes se suelen caracterizar por un cierto tono de optimismo. Lo mismo que los países que crecen, los líderes que atraen o las personas que triunfan.  

Por eso, te compensa ser optimista; saldrás ganando. Y recuerda que no es algo que se tiene o no se tiene; se trata de una cualidad que se puede entrenar, una soft skill que todas las empresas deberían cultivar. Quizá, incluso, incluirlo en sus programas y políticas de sostenibilidad.